Contra la impostura en el servicio público
De vez en cuando el cerebro me traiciona. A pesar de su paciencia infinita, olvida toda forma de prudencia y me ordena apoyarlo para expresar la irreverencia de su lamentable juicio. Cuando intento descansar, me vigila; y si duermo, sigue hablando. Se rebela para dejar de asumir que es menos importante que el amor o el sexo (qué bárbaro, sólo a él se le ocurre…), y toma absoluto control de las palabras para dominar la serenidad de mi inmaculada conciencia. Hoy es uno de esos días en que es imposible callarlo, ante la vergüenza de algunas de las opiniones que abundan hoy en día.
Confieso que si fuera yo emperador o tirano, habría ya poblado mis palacios de poetas, de músicos, de bailarinas; despertaría a los mimos y rehabilitaría a los bufones, sobre todo a los que se disfrazan de científicos. Celebraría eternamente su talento erigiendo estatuas para honrar su memoria en vida, colocando risueños ramos de gardenias para celebrar la arrogante sabiduría que despliegan en estos inusuales y apasionantes tiempos de cambios compartidos y reflexiones conjuntas.
Pero no pertenezco a un linaje de príncipes o doncellas. Pertenezco a uno de servidores públicos. Hace 19 años decidí regresar a nuestro país para convertirme en uno de ellos, pagado con el dinero de los contribuyentes mexicanos a cambio de brindar un servicio de utilidad social en favor de México. Tengo la fortuna de que dicho servicio esté en acorde con una profesión que aprendí a ejercer gracias al apoyo de fondos públicos (sí, los mismos); un oficio creativo pagado, que me apasiona, sirviendo al país. En suma, un verdadero privilegio.
¿Pagado, dije? Como investigador Cinvestav 3F, el año pasado, tomando en cuenta la beca del SNI, mis ingresos fueron de $113,462 pesos mensuales (sin contar el aguinaldo y el famoso bono anual). Este año, con el cambio a la ley de remuneraciones y asumiendo que el SNI no sea gravable, calculo que estaré ganando como $97,000 pesos mensuales. Me pregunto cuántos ciudadanos mexicanos, en particular estudiantes de licenciatura y posgrado, consideran que dicho salario, con base en un sistema promocional de méritos académicos, es poco digno de la labor que realizamos. Habría que mencionarles también que nuestra institución autoriza la obtención de ingresos adicionales a partir de 6 a 8 horas semanales de asesorías o clases (públicas o privadas); así como un porcentaje nada despreciable de ingresos propios obtenidos a partir de servicios tecnológicos o educativos contratados a terceros; o de empresas de base tecnológica desarrolladas a partir del trabajo realizado como empleados del Cinvestav.
¿Con qué justificación se ampara cuando nadie le impide ejercer su práctica profesional fuera del servicio público?
Olvidamos que somos servidores públicos. Convertimos nuestros privilegios en derechos laborales que hay que defender como lo hacen (ellos sí, con todas las de la ley) los trabajadores de menor rango, sujetos a los vendavales inflacionarios que impone la realidad del salario mínimo, a pesar de su ajuste. ¿Desde cuándo se sindicaliza un creador de conocimiento que tiene el privilegio de formar recursos humanos del mayor nivel y vivir dignamente ejerciendo la profesión que le apasiona? ¿Con qué justificación se ampara cuando nadie le impide ejercer su práctica profesional fuera del servicio público? ¿Será que no tiene el nivel para buscar en otro lado un empleo creativo con tantos privilegios? ¿Cuál es el síndrome que provoca que constantemente transformemos a los colegas que nos representan desde la Dirección General, la Secretaría Académica, o la Secretaría de Planeación, en burócratas a los que les exigimos ser los únicos que se comporten como servidores públicos para defender nuestra práctica científica de manera incondicional?
¿Desde cuándo pensamos que nuestra labor es indispensable y nos acredita para exigir privilegios en forma de derechos? ¿De los seiscientos cincuenta y tantos investigadores Cinvestav que somos, cuántos seremos recordados públicamente en el año 2100? ¿Cuántas de las contribuciones científicas, tecnológicas o sociales que habremos ofrecido en forma de publicaciones habrán marcado un hito en la historia cultural, social o económica del país? ¿Cuántas habrán generado progreso palpable? ¿Cuántos habremos trascendido al haber contribuido a formar científicos cuyos logros permitan aspirar a un Premio Nobel?
Y después de leer lo anterior, ¿cuántos colegas van a lavarse en salud opinando que si no tenemos los mayores niveles de trascendencia profesional es porque no tenemos recursos, infraestructura y salarios que permitan alcanzar la excelencia en investigación y posgrado?
Para los científicos y tecnólogos, el servicio público es una elección.
Son tiempos para unir esfuerzos asumiendo el privilegio de trabajar en el servicio público, ejerciendo el oficio que nos apasiona al mejor nivel. Quizá nunca había valido tanto la pena, pues más allá de las prestaciones y el salario, el orgullo y la dignidad están esta vez de nuestro lado.