La Covid-19 desenmascara una forma de vida insostenible

Nos parece que el coronavirus desenmascara un mundo fragmentado de imagen, apariencia y selfies, de un yo dividido, donde la idea de comunidad y bienestar compartido es una fantasía. Cuando no se tiene el temperamento para abordar la anormalidad, y el aislamiento nubla nuestra imaginación, es tiempo de mirar a los ojos nuestras fracturas humanas.

Lo que creíamos que era, no es. En el encierro emerge lo mejor y peor de cada uno; es casi imposible sostener la imagen y la apariencia. Inevitablemente nos fuerza a la intimidad. ¿La voy a mostrar? En las redes sociales las selfies casi desaparecieron. ¿No hay nada que mostrar? ¿Se acabó la vida maravillosa y ficticia?

En este tiempo, la imagen pública se hace menos creíble que nunca y revela la fragmentación, la parcialidad, el fraude y la falsedad. El coronavirus devela que el yo exterior camina por una vereda muy diferente a la del yo interior, mostrando que el divorcio entre los yoes es una dolorosa patología personal con ribetes de anomía, disociación, negación, psicopatía, narcisismo y soledad.

Este virus descubre la vida fracturada y dividida. Cuando el mundo se aquieta, nos da la oportunidad de aparecer como individuo y como ciudadano social, con relación con otros y la comunidad. Nos invita a conectar con lo esencial y lo profundo de nuestro ser, con la luz y la sombra que todos tenemos. El coronavirus desenmascara nuestro nivel de evolución, desarrollo y madurez personal.

El Covid-19 nos confronta ante un espejo brutal, a mirarnos con sinceridad y sin adornos. ¿Mi vida es lo que creía y lo que imaginaba? Las máscaras se caen.  ¿Tolero a mis hijos? La excusa era que no tenía tiempo para ellos. Y ahora, ¿qué hago con mi tiempo? ¿Lo dedico a lo que declaraba que era importante o sólo eran declaraciones para la imagen pública de buen padre-madre?

No es tiempo de contarse cuentos sobre cómo eran las relaciones. Con la distancia física, ¿las relaciones que tenía se sostienen o no se sostienen?, ¿qué características tienen (tenían) esas relaciones previas? El virus revela los vínculos verdaderos, por lo que transitamos días de relaciones que persisten y otras que morirán. ¿Qué dice de mí todo esto? No tiene que ver con los otros, sino conmigo mismo.

Afrontamos un tiempo de discernimiento desde la intuición. ¿Con qué me engancho y con qué no? En las redes sociales, ¡cuanto consejo banal y superficial, palabras vacías aprendidas en textos para calmar la consciencia personal y sentirse buena persona! ¿Con qué estoy conectando? Ante el gran espejo de la verdad insoslayable, sin maquillaje, cuando las luces se apagan ya no hay nada que perder, ¿quién soy en verdad?

El virus nos confina, nos encierra, nos conecta con nuestros fantasmas y las voces catastróficas de finitud que casi nunca queremos oír. Aparece el vacío, el silencio y la angustia. ¿Qué hago con mi tiempo, cómo lleno los días, qué hago con estos hijos que a ratos me cuesta tolerar, cómo afronto esta relación de pareja que no es pareja hace cuanto tiempo, cómo me gano el dinero si soy emprendedor y mi trabajo se desvaneció?

El coronavirus nos enfrenta a la desestructura y a una cotidianidad alterada. ¿Qué hacer con mis días? En estos tiempos de incertidumbre es posible que varias personas se sientan acorraladas por el silencio, el vacío y la soledad.

Ante ello hay dos caminos:

  • Llenar el vacío con el consumo de lo externo, con la fantasía que nos saciará y eliminará la angustia. El riesgo es llenarnos de comida, de redes sociales, series, compras on line, alcohol, sexo, lectura, conciertos, fijar normas en la casa o lo que sea. El activismo niega la invitación a la autoconsciencia y a la evolución personal.

Aceptar y tolerar el vacío es difícil y puede ser muy angustioso. A quien le suceda esto con intensidad, por favor pida ayuda virtual: a un amigo, a un psicólogo o a un coach. Sin proponérselo puede ser una gran oportunidad de autoconocimiento y evolución personal.

  • Conectar con nosotros mismos para que emerja el equilibrio natural de nuestro yo interior. Es tiempo de escuchar el GPS interno. Cada uno sabe o intuye cómo hacerlo: respirando conscientemente, contactando con la naturaleza, meditando, haciendo yoga, practicando mindfulness, rezando; lo que a cada uno lo calme y centre.

El virus nos provoca una invitación al movimiento en tiempos de incertidumbre. Una tremenda oportunidad de autoconocimiento y rediseño existencial. No hay mayor avance que detenerse.

El virus nos somete a la distribución del poder. ¿Quiénes lo tienen, cómo está la justicia social, por qué hay millones de pobres, qué explica que habiendo tanta riqueza haya inequidad de oportunidades? Si miramos el poder de la mayoría de “los poderosos” y sus marcos éticos es para deprimirse. Para ellos éste es un tiempo ideal para que caiga el precio de las acciones y las cosas, para luego comprar barato. Especuladores financieros que sólo quieren tener más poder y ser más ricos.

El coronavirus es una invitación a conectar con el propio poder y el espacio de influencia. Cualquier acción más allá de esto nos excede y nos conecta con la desesperanza. Necesitamos hacer lo que creemos necesario e imprescindible de hacer hoy, en mi metro cuadrado y en mi red de relaciones. Un tiempo de carácter, de resiliencia, de fortaleza y de hacer lo debido según mis valores inclusivos, por mí, por los otros, por el planeta y por la vida. Queremos que se conserve la vida.

Es un momento existencial clave para el mundo, la hora de la verdad de una humanidad depredadora. Cambiamos o desaparecemos. Del capitalismo y la globalización no vamos a hablar. Nos tienen en este punto con su lógica puramente extractiva e individualista. Nos dirán que los niveles de bienestar son los mejores de toda la historia. Es cierto. ¿A qué costo, al de la desaparición de la humanidad?

Es un tiempo raro pues estamos solos de un modo en que nunca habíamos estado y necesitamos unirnos de un modo que tampoco nunca hemos estado. Cuando pase el coronavirus y salgamos de casa, ¿con qué mundo nos encontraremos?, ¿qué mundo quiero contribuir a crear?

Al final del túnel vislumbramos la ética de la compasión y el consuelo, la solidaridad, la horizontalidad relacional, las políticas públicas aseguradoras de que nadie en el mundo esté bajo los mínimos de humanidad, la colaboración, la justicia social y una vida relacional y comunitaria que (intuimos) vendrá. Una nueva era que (soñamos) despunta. Una ética cordial.

El coronavirus nos confronta con nuestra ética del consuelo. ¿Qué es eso, a quiénes queremos consolar, a quiénes no da igual dejar en el desconsuelo?

Quien consuela aprende a vivir más allá del punto donde todo parece imposible. Si el ser humano es un animal que necesita consuelo, el hecho es que la filosofía moderna parece haber abandonado el proyecto de satisfacer este deseo. Ya no creemos que haya un conocimiento que, por sí mismo, nos permita enfrentar los tormentos de la vida. Vivimos el “tiempo que requiere del consuelo”, es decir, un tiempo marcado por la pérdida de modelos comunitarios, racionales y amorosos que en el pasado justificaron la existencia frente a lo peor. Repensar el consuelo es evitar la doble trampa de la restauración de los viejos modelos y la melancólica renuncia al significado. Ese significado que tenemos que trabajar en el aislamiento.

¿Cuál es entonces esta práctica de consuelo, a la vez tan delicada y poderosa? ¿Cómo encontrar las palabras y los gestos correctos? Lo que no encontramos en la iglesia ni en la política y, tal vez, ni siquiera en la filosofía.

La necesidad de consuelo es consustancial con la humanidad y se manifiesta en todos los niveles de la vida social. Y lo hace todos los días frente a la tristeza cotidiana. Hoy la tristeza deriva de las calles vacías, sin poder disfrutar los que hemos creado, las plazas, fuentes, parques y museos. El coronavirus es un desastre que nos golpea en el corazón de la vida.

Ahora ya no pasan desapercibidas las desgracias de los demás y quizá tampoco las nuestras. Pero también nos recuerda nuestras filiaciones sociales y políticas, cuando vemos que nuestras esperanzas colectivas se hunden, porque la guadaña de la muerte circula disfrazada, encapuchada y sin dar la cara. En todos los casos, es la pérdida, más que el sufrimiento, lo que genera la necesidad de consuelo: pérdida de un ser querido, pérdida de amor, pérdida de salud, pérdida de un ideal político, pérdida de la libertad y, la más brutal, pérdida de uno mismo.

¿Se globalizó el dolor, o siempre existió pero nos hicimos los desentendidos? ¿Cómo sobrevivir a nuestras penas y a nuestra soledad que no hemos cultivado porque estábamos ocupados?

La pérdida nos anima a tender puentes entre las cosas que la razón separa: entre los vivos y los muertos, la presencia y la ausencia, la realidad y la imaginación, el amor y la indiferencia, el fracaso y el éxito, la furia y la melancolía.

El sufrimiento de la pérdida no se suprime ni se relativiza y la separación ya no se olvida, sino que se complementa: su interpretación se desplaza en el momento en que se abre a esta comunidad de existencia. Es cuestión de observar lo que hoy pasa en la ciudad y en el planeta.

El objeto de consuelo es inseparable de un método que también podemos caracterizar con una figura retórica: la metáfora por el desplazamiento del sentido literal se forja en un sentido figurado que, al renombrar la cosa, le permite ser experimentada de una nueva manera. La retórica del consuelo es metafórica porque el significado literal no logra producir el efecto de suplemento frente a la separación y la desolación, es decir, cambiar la percepción del sujeto infeliz de la violencia incomunicable de su pérdida, hacia la percepción de una comunidad presente en separación.

Ante la desolación de la pérdida de un ser querido o de la pérdida de la libertad de desplazamiento, la palabra consoladora cambiará el sentido literal (muerte como separación absoluta) a un sentido metafórico que reinscribe la vida de los desaparecidos en la comunidad de los vivos y le da cabida en la comunión de la raza humana: los desaparecidos “descansan en paz”, incluso si esta metáfora no es el conocimiento.

En Chile hoy partió la primera mujer de 83 años a causa del coronavirus. En Italia son miles y quizás son tantos los ancianos que esperan este destino aciago, darwinismo social derivado de la precariedad de las políticas públicas. Ancianos magullados por la muerte.

El consuelo, sea lo que sea, implica salir de la auto contemplación para abrirse a las palabras del otro con el que compartimos el enclaustramiento. Ese otro que tal vez estuvo abandonado. Por eso consolar es siempre estar con alguien. El dolor también es lo que mantiene unida a la gente. Hoy podemos “consolarnos” mirando una obra de arte, recitando poemas, provocando un diálogo con nosotros mismos o escuchando y comentando con los que vivimos el desarraigo. Hay mil maneras de consolarnos y mil objetos para consolarnos, objetos “de transición” dirían los psicoanalistas. Pero, como cada vez, hay que romper la relación solitaria consigo mismo.

Es lo consolable, listo para imaginar un futuro, y lo inconsolable, encerrado en un dolor radical, de alguna manera perdido para la humanidad. Es un concepto clave para comunicarnos y entendernos. El inconsolable es aquel que dice saber exactamente lo que ha perdido y exige exclusivamente el regreso de lo que ha perdido. Él es quien cree que ya nada será posible y nosotros intentaremos mostrar lo posible. El desconsolado sabe que lo que perdió tenía un cierto valor, pero también que no es volviendo a lo viejo que respondemos a esta pérdida, sino por la invención de nuevas formas de “vivir juntos” u otras formas de justicia social. Pero es mucho menos fácil que invocar algo que ya no puede suceder, prometiendo, si no, decadencia, declive o nada.

Ya no tenemos los grandes rituales religiosos que se supone que traen, con un simple gesto, salvación, absolución o consuelo. El toque moderno es un toque profano e incierto, pero esta incertidumbre es la desventaja necesaria para los grandes rituales “mágicos” de antaño, que ciertamente tienen grandeza, pero son incompatibles con la democracia. En estos rituales, el que toca tiene poder sobre aquel al que toca. En el toque incómodo de hoy se expresa, por el contrario, el hecho de que el que consuela no conoce más que al ser humano consolado sobre el misterio de la muerte y de la separación.