El metaverso: frágil promesa de una utopía digital
En el crepúsculo del siglo XX, visionarios como Neal Stephenson en su novela «Snow Crash» y William Gibson con «Neuromancer», ya hablaban de ciberespacios, avatares y mundos virtuales paralelos. Hoy, esas visiones no sólo han cobrado vida, sino que han adquirido un nombre propio: metaverso.
A pesar de su popularidad y el interés de gigantes tecnológicos como Facebook, ahora conocido como «Meta», el metaverso sigue sin tener una definición clara o una implementación tangible universalmente aceptada. Se lo conceptualiza como un espacio digital inmersivo que busca ser reflejo y, a la vez, una extensión de la realidad física. En él, las personas pueden interactuar como avatares en entornos tridimensionales, participando en actividades sociales, comerciales y recreativas, similar a lo que evocan obras de ciencia ficción como «Ready Player One» y «Johnny Mnemonic». Sin embargo, en el mundo real, el metaverso permanece como una visión futurista, un término difuso que captura la imaginación, pero aún se encuentra en las etapas iniciales de lo que podría llegar a ser, sin una concreción definida por ninguna entidad. La idea es tan audaz como seductora: una utopía digital donde las posibilidades, en teoría, son infinitas.
Sin embargo, como toda moneda, el metaverso tiene dos caras. La luminosa promete innovación, conexiones y experiencias nunca vistas. La oscura, sin embargo, oculta aspectos que, si no se abordan con cautela, podrían resultar perjudiciales para la sociedad. Al reflexionar sobre la capacidad del ser humano para crear realidades compartidas complejas, como lo demuestra Yuval Noah Harari al hablar de religiones, naciones e ideologías, podemos considerar el metaverso bajo una luz similar. Estas construcciones abstractas, producto del lenguaje y la imaginación colectiva, han estructurado sociedades enteras. En este sentido, el metaverso puede verse como el próximo escenario de la evolución social, donde las fronteras entre lo físico y lo digital se desdibujan. Nos preguntamos, entonces, ¿cómo influirán estas nuevas realidades metafísicas en nuestra percepción del mundo y en la organización de nuestras sociedades?
Este ensayo, una visión personal de los autores, busca desentrañar y analizar críticamente el metaverso, no desde el escepticismo infundado, sino desde una perspectiva informada y reflexiva. Acompañados por ideas de filósofos, visionarios tecnológicos y las experiencias previas en mundos virtuales, nos embarcaremos en un viaje que busca entender no sólo qué es el metaverso, sino también qué significa para nuestra humanidad y qué desafíos nos presenta.
Microtransacciones: un juego donde todos pagan
Una microtransacción, en su definición más básica, es una transacción financiera realizada en un entorno digital que involucra una suma muy pequeña de dinero. Estas transacciones son populares, sobre todo en juegos en línea, donde los usuarios pueden adquirir elementos estéticos, mejoras, e incluso ventajas competitivas. Sin embargo, este concepto simple esconde ramificaciones profundas y a menudo problemáticas.
El mundo de los videojuegos ha sido el laboratorio perfecto para experimentar con este modelo. Juegos como «Destiny 2» y «Star Wars: Battlefront II» han estado en el centro de la polémica debido a sus sistemas de loot boxes o cajas de botín, que muchos argumentan que se asemejan a las apuestas. Un jugador invierte dinero, a menudo pequeñas sumas, con la esperanza de obtener un premio deseado, pero sin garantía. Se crea una euforia cíclica de la victoria y la derrota, alimentando una adicción similar a la que se siente frente a una máquina tragamonedas.
Zygmunt Bauman, al hablar sobre la modernidad líquida, nos enseñó cómo la cultura consumista se construye sobre la insatisfacción constante. Las microtransacciones, en este marco, son una encarnación perfecta de esta idea ¿Cuántas veces hemos sentido la necesidad de comprar un artículo sólo para descubrir, poco después, que ya no nos satisface y necesitamos el siguiente? Esta perpetua carrera hacia la novedad se acelera en el entorno digital, donde las nuevas tentaciones están siempre a un clic de distancia.
Si proyectamos esto al metaverso, un universo donde todos los aspectos de nuestra vida podrían estar digitalizados, las implicaciones se incrementan. Imaginemos un escenario donde las microtransacciones no sólo afecten nuestro estatus en un juego, sino también en nuestra vida social, profesional y personal dentro de esta realidad alternativa ¿Quieres una reunión en un espacio digital prestigioso? Eso podría costarte… ¿Deseas lucir de una manera específica o acceder a experiencias exclusivas? Prepara tu tarjeta de crédito.
Estamos ante el riesgo de que el metaverso se convierta en una distopía consumista, donde nuestro valor y estatus se midan por la capacidad de gastar (como si no nos bastara la realidad). Como señaló Platón, debemos ser cuidadosos al crear ideales, ya que pueden convertirse en cadenas. Si dejamos que las microtransacciones definan la experiencia en el metaverso, podríamos estar creando un mundo que, en vez de ser un refugio de la realidad, amplifique sus peores aspectos. Las empresas, por supuesto, están al tanto. Aplican técnicas de «gamificación» y diseños que juegan con nuestra psicología. El resultado es un sistema donde gastar se siente satisfactorio, hasta que uno mira su saldo bancario y se enfrenta a la realidad.
La máscara de la igualdad digital
El ciberespacio, desde su concepción, ha sido elogiado como un gran ecualizador. Un terreno donde, independientemente de la raza, género, clase o nacionalidad, todos podríamos interactuar de igual a igual. Sin embargo, en el umbral del metaverso, esta promesa de igualdad se desvanece, revelando estructuras de poder y marginalización que replican y, en muchos casos, intensifican las desigualdades del mundo físico.
Los primeros indicios de estas divisiones se pueden encontrar en el acceso mismo a la tecnología. Mientras que, para algunos, sumergirse en mundos digitales con tecnología de punta es un acto cotidiano, para muchos otros, incluso el acceso básico a Internet sigue siendo un lujo inalcanzable. Como advirtió el filósofo Gilles Deleuze, la sociedad de control no opera mediante barreras visibles, sino a través de divisiones imperceptibles, a menudo tecnológicas, que segregan y clasifican.
El metaverso se publicita como un espacio de igualdad, donde cada usuario puede ser quien desee y hacer lo que quiera. Pero detrás de esta promesa se esconde una realidad más sombría. El acceso, los privilegios y las experiencias se segmentan según la capacidad económica, generando una reproducción de las estructuras de clase.
Jean Baudrillard argumentaba que vivimos en una era de simulacros y simulación. El metaverso, en este contexto, es el simulacro definitivo. Aquellos que pueden permitirse experiencias premium o avatares personalizados podrían tener acceso a una versión «mejorada» de la realidad, mientras que otros son relegados a las sombras.
En el metaverso, donde las interacciones podrían ser tan cruciales como en el mundo real, estas barreras tecnológicas se traducen rápidamente en marginación social. No es difícil imaginar escenarios donde individuos con avatares de baja resolución o capacidades digitales limitadas sean objeto de burla o exclusión. Este tipo de discriminación, a la que podríamos llamar «elitismo digital», subraya una jerarquía basada en la capacidad de compra y el acceso a la tecnología.
No obstante, lo más inquietante es que muchos no ven este sesgo. Se presentan argumentos como «es sólo un juego» o «es una experiencia opcional». Pero cuando estas experiencias comienzan a afectar nuestra percepción del valor, la autoestima y las interacciones sociales, ya no es meramente un juego.
Además, la personalización y adaptabilidad del metaverso ofrecen un refugio seductor para aquellos que buscan evadir la realidade de su identidad en el mundo físico. Aunque esto puede ser liberador para algunos, también plantea preguntas complejas sobre autenticidad y representación ¿Es socialmente «aceptable» que alguien adopte identidades culturales o raciales que no son suyas en el metaverso? ¿Dónde se traza la línea entre la exploración de identidad y la apología a la disforia?
Friedrich Nietzsche, en su reflexión sobre el eterno retorno, nos insta a vivir como si tuviéramos que repetir cada momento de nuestras vidas infinitamente. Si aplicamos esta noción al metaverso, nos vemos obligados a cuestionar ¿Estamos creando un espacio digital que, en su reiteración, perpetúa y agrava las mismas injusticias y desigualdades del mundo real?
La responsabilidad, por tanto, recae en nosotros. Si aspiramos a un metaverso genuinamente igualitario, debemos reconocer y enfrentar estos desafíos desde su fundación, y no esperar a que las estructuras de poder se solidifiquen más allá de nuestra capacidad de reforma. La promesa de igualdad digital aún es alcanzable, pero requiere de un compromiso activo y consciente.
El precio de la conexión: nuestra intimidad en el mercado
Desde la alborada de la era digital, la dicotomía entre conexión y privacidad ha sido una constante fuente de inquietud. Cada clic, cada interacción, cada búsqueda, se ha convertido en una transacción en la que, a menudo sin nuestro conocimiento pleno, entregamos fragmentos de nosotros mismos. Y conforme nos adentramos en el metaverso, esta entrega de información se vuelve más profunda, personal y potencialmente peligrosa.
Hoy en día, la privacidad se ha convertido en un lujo más que en un derecho. En cada esquina del Internet, algoritmos invisibles rastrean y analizan nuestros movimientos. Estas acciones no son aleatorias, pues tienen un propósito claro: comercializar nuestra esencia.
El pensador francés Michel Foucault habló del «panóptico», una estructura de vigilancia donde el observado no sabe cuándo está siendo vigilado, pero actúa siempre como si lo estuviera. La era de la información ha transformado esta teoría en una realidad tangible, donde cada acción digital puede ser monitoreada, analizada y capitalizada. El metaverso, en su esencia, potencia este panoptismo a niveles sin precedentes. No sólo lo que decimos o hacemos, sino cómo nos movemos, con quién interactuamos y qué sentimos podría estar a la merced de observadores invisibles.
Esto no es mera especulación distópica. Ya vemos ejemplos de ello en redes sociales y plataformas digitales actuales. Algoritmos que «conocen» nuestros gustos mejor que nosotros mismos, publicidad que parece leer nuestra mente y plataformas que modifican su contenido basándose en análisis predictivos de nuestro comportamiento. Si extrapolamos esto al metaverso, podríamos estar hablando de entornos que no sólo reflejan nuestra psique, sino que la moldean activamente para satisfacer intereses comerciales o ideológicos.
Aquí radica una paradoja fundamental: buscamos el metaverso para una experiencia inmersiva y auténtica, pero, a cambio, entregamos nuestra autenticidad a entidades que la reconfiguran para sus propios fines. Como Walter Benjamin señaló al hablar sobre la reproducción mecánica, algo esencial se pierde en el proceso, un «aura» que sólo es tangible en la experiencia genuina.
La cuestión es ¿Estamos dispuestos a pagar este precio por la promesa del metaverso? Si como propuso Heidegger, la esencia de la tecnología es ambigua, ni buena ni mala en sí misma, entonces somos nosotros quienes debemos decidir cómo la navegamos. La intimidad, esa última fortaleza de la autenticidad humana, no debería ser una moneda de cambio.
Para proteger lo que nos queda de privacidad, es esencial que desarrollemos una conciencia crítica sobre las plataformas del metaverso y las estructuras de poder que las sustentan. Sólo entonces podremos tomar decisiones informadas y, quizá, recuperar parte de lo que hemos entregado.
Si bien la promesa del metaverso es conectar, también corre el riesgo de desconectar, no sólo de la realidad, sino también de nuestra esencia. Nos convertimos en productos, en datos que se venden y se compran, olvidando que detrás de cada avatar hay una persona real con emociones, deseos y temores.
La quimera digital: NFT y blockchain
En los recovecos del discurso digital contemporáneo, se ha tejido una narrativa que proclama a los NFT (tokens no fungibles, por sus siglas en inglés) y a la tecnología blockchain como los mesías de la autonomía y la originalidad en el ámbito digital. Los NFT emergen como pequeñas piezas únicas y verificables que, a través del uso del blockchain, aseguran la propiedad exclusiva de activos digitales, actuando como certificados de autenticidad y propiedad simultáneamente. Por su parte, el blockchain se erige como un registro digital descentralizado que fortalece la seguridad y transparencia de las transacciones en línea, mediante una encadenación de bloques de información cifrados, funcionando como un libro de contabilidad público. Estas herramientas, nacidas del mismo fuego que el «Bitcoin», se nos presentan como la solución definitiva a los dilemas de autenticidad y propiedad en el vasto mar de ceros y unos. No obstante, una inspección más detenida revela preocupaciones y contradicciones que invitan a una reflexión crítica.
La filosofía del arte ha lidiado durante siglos con la problemática del valor, originalidad y autenticidad. Aquí, los NFT prometen ser la respuesta: cada token, único y verificable, otorga «originalidad» a un archivo digital, pero ¿Puede realmente un certificado digital devolvernos el «aura» del arte que Benjamin decía que se perdía con la reproducción mecánica?
Además, es vital cuestionar la paradoja de que algo inherentemente reproducible, como un archivo digital, pretenda tener una singularidad intrínseca. Los NFT, en teoría, certifican «propiedad y originalidad» sobre bienes digitales, pero la premisa misma de propiedad en el ciberespacio es, cuanto menos, debatible ¿Puede uno realmente poseer un píxel? Si bien artistas y creadores han visto en los NFT una nueva fuente de ingresos, también han surgido innumerables casos de fraude, plagio y especulación desenfrenada.
En cuanto al blockchain, es innegable que ha proporcionado avances en términos de verificación y transacciones seguras. Sin embargo, la visión utópica de una red descentralizada y democrática a menudo choca con la realidad. La concentración de poder en pocas manos (o nodos), el consumo energético exorbitante y la volatilidad inherente de las criptomonedas ponen en tela de juicio su viabilidad a largo plazo y su prometida democratización del espacio digital.
La figura de Sísifo, condenado a empujar eternamente una roca cuesta arriba sólo para verla caer una y otra vez, evoca la persistente búsqueda de soluciones mágicas en la tecnología. NFT y blockchain, con todo su potencial disruptivo, no están exentos de este ciclo sisífico. Nos enfrentamos al peligro de abrazar estas tecnologías como panaceas, sin antes entender plenamente sus implicaciones, costos y limitaciones.
Immanuel Kant nos advertía sobre las «ilusiones trascendentales», esas creencias que, aunque seductoras, nos alejan de la realidad empírica. En nuestra carrera por adoptar lo último en innovación digital, corremos el riesgo de sucumbir a estas ilusiones, sacrificando en el proceso la crítica necesaria y el escepticismo saludable.
Si bien no debemos descartar por completo los avances que representan los NFT y el blockchain, es imperativo abordarlos con una lente crítica. Sólo así podremos discernir entre las verdaderas innovaciones y las quimeras digitales que, por atractivas que parezcan, pueden desvanecerse en el éter de la obsolescencia tecnológica.
Aprendiendo de los antiguos mundos virtuales
No hace falta mirar muy lejos para reconocer que la idea del metaverso no es precisamente nueva. Antes de que la palabra «metaverso» fuese proclamada a los cuatro vientos como el futuro ineludible de la interacción humana, ya existían mundos virtuales que prometían experiencias similares. Juegos en línea masivos como «World of Warcraft» (WoW) o «Final Fantasy XIV» (FFXIV) han creado universos digitales donde los jugadores pueden vivir vidas paralelas, embarcándose en épicas aventuras y forjando relaciones profundas con otros usuarios.
Gabe Newell, cofundador de Valve, la compañía que está detrás de Steam, la tienda en línea de videojuegos más grande del mundo, ha señalado que quienes exaltan el metaverso quizá nunca han experimentado estos juegos. Su observación es aguda: estos mundos virtuales ya enfrentaron y continúan enfrentando dilemas éticos, económicos y sociales que ahora se magnifican en las propuestas del metaverso. Las economías virtuales, las desigualdades sociales dentro del juego, e incluso la adicción y el escapismo son problemáticas ya exploradas en estos entornos.
Aquellos que hemos transitado por Azeroth o Eorzea sabemos que los desafíos no son sólo derrotar a monstruos o completar misiones. También existen problemas de economías infladas, tensiones intercomunitarias y, lo más importante, la lucha constante por mantener un equilibrio entre el mundo virtual y el real. En estos mundos de WoW y FFXIV, sabemos cómo ciertos jugadores acumulaban riqueza y poder, mientras otros quedaban marginados. Ciertas «clases» de personajes eran preferidas sobre otras, reflejando una suerte de jerarquía social digital. Si ya hemos presenciado estos fenómenos en juegos más limitados ¿Qué podemos esperar del vasto y omnipresente metaverso? Aquí, la escala y la inmersión amplifican las posibilidades, tanto para bien como para mal.
Estos juegos también han mostrado la capacidad de construir comunidades sólidas y relaciones genuinas, lo que da esperanza sobre el potencial positivo del metaverso. Sin embargo, no podemos ser naífs: la historia nos muestra que el progreso tecnológico sin reflexión crítica suele llevar a la repetición de errores pasados. Como Sócrates afirmó en su momento, «la vida sin examen no vale la pena vivirla». Y esta máxima, aplicada a la construcción de mundos digitales, es más pertinente que nunca.
Debemos tomar los aprendizajes de estos antiguos mundos virtuales como advertencias y lecciones. Al reconocer las trampas y peligros previamente enfrentados, quizá podamos trazar un camino más informado y ético hacia el futuro. Porque, después de todo, como bien señalaba George Santayana, «aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».
Hacia un metaverso reflexivo
Estamos, sin lugar a duda, en la cúspide de una revolución digital. El metaverso, con sus promesas y perplejidades, se erige como la próxima frontera, una que promete redefinir nuestra relación con la tecnología y, en esencia, con nuestra propia humanidad. Sin embargo, toda revolución conlleva no sólo un impulso hacia lo nuevo, sino también una responsabilidad hacia el pasado, hacia las lecciones aprendidas y, sobre todo, hacia el presente vivido.
A lo largo de la historia de la filosofía y del pensamiento, hemos aprendido que el progreso no siempre es lineal. La rectitud del camino que seguimos es determinada tanto por las intenciones que subyacen a nuestras acciones como por la reflexión crítica que apliquemos a cada paso dado. El metaverso, con todo su resplandor tecnológico, no está exento de esta verdad. No podemos, como sociedad, permitirnos ser meramente espectadores pasivos de este desarrollo; debemos ser actores críticos, decididos a moldear este nuevo mundo con base en valores éticos y humanos.
Los peligros son palpables: economías digitales que pueden perpetuar desigualdades, la erosión de la privacidad, la creación de espejismos tecnológicos, como los NFT, y la posibilidad de perder nuestra esencia en un mar de avatares y simulaciones. Sin embargo, no todo es pesimismo. El potencial de conexión, de nuevas formas de arte y expresión, y de creación de comunidades solidarias también es una posibilidad real. Pero, para alcanzar ese ideal, necesitamos equilibrio y, sobre todo, memoria.
Recordemos a Ícaro: su padre le advirtió de no volar ni demasiado bajo, donde el rocío del mar podría mojar sus alas, ni demasiado alto, donde el sol podría derretir la cera que sostenía sus plumas. Ícaro, embriagado por la emoción del vuelo, desoyó las advertencias y se acercó demasiado al sol, cayendo finalmente al mar. Esta historia, una de las tantas que nos brinda la mitología griega, es un recordatorio de la necesidad de equilibrio, especialmente cuando nos aventuramos en territorios desconocidos.
El metaverso, en toda su complejidad, es nuestro sol moderno. Nos atrae con su brillo y promesas, y es fácil quedar cautivados por su aparente grandiosidad. Pero, al igual que Ícaro, debemos ser cautelosos. No podemos permitirnos olvidar las lecciones del pasado ni descuidar las reflexiones críticas del presente. Es esencial que, mientras exploramos este nuevo horizonte, mantengamos los pies firmemente plantados en nuestra humanidad.
En última instancia, el metaverso, con todos sus retos y oportunidades, es un espejo. Refleja no sólo lo que somos como sociedad, sino también lo que aspiramos a ser. Cada decisión que tomemos, cada tecnología que abracemos revela nuestras prioridades y valores. En este momento crucial, la pregunta no es simplemente «¿Qué tipo de metaverso queremos?» Sino «¿Qué tipo de sociedad, qué tipo de humanidad, queremos ser?».
Que este artículo no sea simplemente un epílogo de advertencias, sino una invitación: una invitación a soñar, a cuestionar y, sobre todo, a actuar con conciencia. Porque el futuro, aunque incierto, siempre estará en nuestras manos. Y la tarea que tenemos por delante, si bien desafiante, es también una oportunidad sin precedentes para redefinir nuestra relación con la tecnología, con los demás y con nosotros mismos.
Foto de Portada: Darlene Alderson