La logia de los mundos. La literatura y la ciencia ficción. Segunda parte

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II.- DISTOPÍA, LA SOCIEDAD IDEAL COLAPSA

El carácter prometeico que reviste la mayor parte de la obra de Verne, se observa en su prolongada serie titulada Viajes extraordinarios, la cual tiene como inicio 1863, se extiende a lo largo de cuatro décadas y busca despertar el espíritu científico de los lectores, trasladándolos por distintos planos, desde el geográfico y el marítimo hasta el geológico y el cósmico.

Hay quienes piensan que la obra de Verne también retoma la alegoría de la caverna, concebida por Platón en su obra República. Al filósofo griego le preocupaba que el hombre no encontrara la forma de librarse de las sombras que obnubilaban su mente y su espíritu y que no pudiera alcanzar la verdad, representada por el rayo del sol, que en todo caso debía acercarlo a la revelación divina. Asimismo, hay quienes observan un acercamiento a Utopía, la isla-nación que concibió Tomás Moro en 1516, y en la que debía asentarse la sociedad ideal. Esto es, un lugar ayuno de lujos, pobreza y diferencias de clases, formado en las artes y las ciencias, la paz y el bienestar, bajo la dirección de un monarca honorífico, electo de forma democrática, como el resto de su Consejo gubernamental.

Lo cierto es que entre la magnífica antología narrativa de Verne asoma un talante optimista sobre el futuro de la humanidad. Es el caso de títulos como Cinco semanas en globo, 20 mil leguas de viaje submarino o De la Tierra a la Luna.

Pese a ello, es justo decir que el optimismo de Verne dio un giro tras la derrota que el Reino de Prusia le infligió a la Francia de Napoleón III. El hecho derivó en el desplome del régimen imperial y el surgimiento de la llamada “Comuna de París”, movimiento anarquista que se apoderó de la ‘Ciudad Luz’ durante cuatro meses. La fractura social y política que significó esta situación, suministró a Verne el material para escribir novelas sombrías, en las que el tono era otro, de desencanto. A este periodo pertenecen El eterno adán y Los náufragos de Jonathan.

Como sea, bien sabemos que no es Verne el autor a quien se identifica con la crítica feroz contra la actitud inmoral del hombre frente al poderoso pistón de la Revolución Industrial en su segunda etapa y la inédita acumulación de riqueza de algunas naciones europeas, dueñas de un marcado espíritu colonizador. En cualquier caso, ese lugar corresponde al británico H. G. Wells, conocido por escribir La isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La guerra de los mundos.

A diferencia de Verne, quien nació en el seno de una familia burguesa, H.G. Wells creció entre calamidades que afectaron su salud y lo obligaron a aceptar empleos mal pagados, mientras buscaba abrirse paso en el periodismo y las letras. De las amargas experiencias que vivió y de su interés por la biología, las ciencias exactas y la teoría evolucionista de Charles Darwin, surgieron sus novelas más importantes, caracterizadas por criticar de manera alegórica la sujeción a que el imperio británico sometía a otras naciones y la dinámica del capitalismo, reflejada en la prosperidad de las minorías y la condena a la precariedad de inmensas mayorías.

En todo ello también influyeron las lecturas que emprendió de la narrativa de Shilley y Stevenson, y la poesía de John Keats, Walt Whitman y Heinrich Heine, cuyos textos estudió con vivacidad.

Como en el alumbrador caso de Verne, la obra de Wells extendió sus luces hasta las industrias de la radio, la cinematografía y las historietas. Aún se recuerda con asombro la ocasión en que el actor Orson Wells, inspirado en La guerra de los mundos, lanzó en un programa de radio la noticia de que los marcianos invadían la Tierra. Miles de habitantes de Nueva Jersey y Nueva York creyeron el asalto y se dejaron llevar por la histeria y el caos, lo que más tarde ameritó una disculpa pública del afamado histrión.

Y a todo esto vale decir que H.G. Wells, con una breve inmersión en el universo de la bilogía bacteriana, logró acabar con los marcianos y preservar la vida de la humanidad amenazada. Sin embargo, lo verdaderamente importante, es que nos mostró, por una parte, que la ciencia no debe ser un medio sino un fin, y por otra, que el surgimiento de un orden posterior al cataclismo impide recuperar lo perdido y conlleva un futuro sinuoso e incierto.

Los novelistas de ciencia ficción que en la primera mitad del siglo XX sucedieron a H.G. Wells, no olvidaron sus enseñanzas, ni las de Verne, Tomás Moro y Platón. Consecuencia de estos recordatorios son las distopías que arrojaron sus plumas. Al interés que exhibieron por el alto vuelo de la física y las teorías de Einstein, la psicología y los hallazgos de Freud, o las matemáticas y el teorema de Gödel, sumaron la reflexión en torno al Estado, que observaban como un aparato ominoso, dispuesto a avasallar a la sociedad que lo nutría.

El mexicano Gabriel Trujillo, autor de Utopías y quimeras, recuerda que el escritor Yevgueni Ivánovich Zamiatin dio el banderazo de inicio a las distopías, tras intentar la publicación, en 1922, de su novela Nosotros. El soviético criticó al estado totalitario y su mecanización opresiva, e indagó la ciencia como instrumento de represión en manos de burocracias pétreas y dogmáticas.

Sintiéndose aludido, el gobierno soviético emitió una orden que prohibía publicar Nosotros. La disposición se extendió casi 70 años. Esto explica por qué la novela salió al mercado por primera vez en Inglaterra y por qué se publicó 23 años después de que su autor la escribió.

Zamiatin influenció a los británicos Aldous Huxley, George Orwell y al estadounidense Ray Bradbury, respectivos autores de Un mundo feliz, 1984, y Fahrenheit 451. Una diferencia esencial entre estas obras, es que la primera salió a la luz en 1931, en tanto que las otras en 1948 y 1953. Esto significa que mientras las páginas de Huxley acumulaban la cruenta experiencia de la Primera Guerra Mundial, las de Orwell y Bradbury compendiaban, además, las convulsiones de la Segunda Guerra Mundial.

Después del uso de la bomba atómica contra Hiroshima y Nagasaki, Orwell y Bradbury no albergaron dudas de que el Nuevo Orden Internacional, encabezado por Estados Unidos y respaldado por los países aliados, acarrearía consecuencias negativas para buena parte de la humanidad. No se equivocaron. Desde entonces el mundo parece girar en torno sus novelas.

En efecto, a medida que los grandes agentes económicos ajustan la oferta y la demanda de productos a nivel global y toman decisiones en materia de producción, consumo, ahorro e inversión, debilitan la rectoría del Estado y concentran la riqueza en unas pocas manos. También acentúan fenómenos que van desde los nacionalismos más absurdos, hasta expresiones racistas, xenófobas, sexistas o francamente delictivas.

Como asegura Mario Vargas Llosa, hay gobiernos que nacen del temor y no de una simiente noble y altruista que busque el bien común, emancipada de las servidumbres, la explotación y el hambre. En esta problemática mucho ha tenido que ver la manipulación de los medios de comunicación. Las realidades que Huxley, Orwell y Bradbury crearon pusieron al descubierto la naturaleza distópica del poder, que pretende generar en el individuo una sensación de confianza y confort mientras vacía sobre él baldes de incertidumbre y miedo.

Un mundo feliz se distingue por su planeación rigurosa, pertinaz, en la que nada escapa al ojo regulador del Estado. Esto implica la eliminación del libre albedrío, la imposición del culto a Henry Ford, convertido en dios, la creación de la vida humana en laboratorios a partir de las necesidades del mercado laboral, y la imposición de una clara estratificación social, en la que ningún individuo tiene más aspiraciones que aquellas para las cuales fue diseñado.

   1984 es un extremo del terror constante a que es sometida la masa social por un poder que, a través de la imagen del Gran Hermano, proyectada en pantallas de televisión y medios escritos, controla de manera férrea y perversa cada uno de sus actos, transformándola en una sociedad pasmada ante la opresión.

Y Fahrenheit 451 aborda la supresión del conocimiento y el pensamiento profundos. Este acto es promovido con por el Estado a través de dos mecanismos: el empleo de los medios de comunicación como vehículo para apagar toda capacidad analítica y reflexiva de la población, inmersa en el hedonismo y la superficialidad, y la actuación de un cuerpo de bomberos que contrario a lo que uno podría pensar, se dedica a quemar libros. Quienes desafían a la autoridad son perseguidos sin tregua.

Por lo que toca a La mosca, relato escrito en 1956 por el franco-británico George Langelaan y publicado seis años más tarde por la revista Playboy, nos remite a la aleatoriedad como factor definitorio del destino. Si por un lado la ciencia le da al hombre el poder de transformarse a sí mismo y al mundo, por otro se lo arrebata y le recuerda que ese dominio es una mera ilusión.

Para algunos, La mosca puede ser observada como una áspera crítica al papel de las fuerzas áreas estadounidenses en el país del ‘Sol naciente’. Las atroces consecuencias que genera el obsesivo interés en la teletransportación a que aspira el doctor Delambre, protagonista del cuento, constituyen la representación simbólica de la invención, traslado y detonación de Little Boy y Fat Man, los artefactos nucleares que los bombarderos estadounidenses Enola Gay y Bockscar dejaron caer Japón, en agosto de 1945. Este doble acto bélico puso en el ojo público una de las tareas más lúgubres que la aviación militar ha realizado jamás, y que por dolorosa e inmoral sus protagonistas se han esforzado en dejar atrás. Como apunta la especialista en temas literarios por la Universidad Complutense de Madrid, Rocío V. Ramírez, La mosca representa la descomposición y el caos en que sumergió el ser humano.

Lo anterior es, en cierto modo, el preámbulo para el surgimiento de la novela El planeta de los simios, escrita por el francés Pierre Boulle y publicada en 1968. En ese año se expresan numerosas tensiones acumuladas desde el inicio de la posguerra y que el novelista aprovecha para hacer un corte de caja y manifestar su desencanto, imaginando un viaje espacial en el que los humanos recalan en el planeta Soror, donde hay ciudades similares a las terrestres. Pronto descubren que está habitado por seres humanos en estado salvaje, sometidos a los simios, propietarios de una articulación lingüística y mental, y del poder de las armas, rudimentarias pero suficientes para sojuzgarlos. La interpretación de Boulle respecto al mundo en que vive es evidente. Lo observa como un lugar contrastante e inequitativo. Y en esa disparidad, los simios doblegan al humano.

 

III.- LAS MIRADAS SE EXTIENDEN

El recorrido de la ciencia ficción trasciende con mucho lo que hasta aquí hemos consignado, pues a la vera queda el estudio de subgéneros como el cyberpunk, las ucronías, el space opera, el techno-thriller o el retrofuturismo, por citar sólo algunos. Sin embargo, permite visualizar de qué manera se funden las raíces de letras y las ciencias a través de la agudeza imaginativa.

Dicho esto, es pertinente señalar que otros artistas de las letras, como el argentino Jorge Luis Borges, pusieron su interés y sensibilidad en temas distintos a los rescatados hasta ahora. Por ejemplo, en el estudio de la mitologías celtas e indostanas, y de conceptos como el tiempo y el espacio universales, o los laberintos y las bibliotecas infinitas. Algo de esto se observa con claridad en El jardín de los senderos que se bifurcan, El Aleph o El libro de arena.

Narraciones de este jaez son motivo de asombro entre la comunidad científica porque en ellas hay referentes directos a las teorías de la relatividad y de las cuerdas, de los agujeros negros, la expansión del universo y la interpretación de los sueños. Acerca de la obra borgesiana, el investigador y divulgador científico Alberto Rojo, nos dice que es una especie de microcosmos que combina la ingeniería de la construcción literaria con un profundo lirismo.

En muchos sentidos Borges cimenta una nueva forma de concebir la ciencia ficción, cuyo modernismo anticipador, contrastantemente, tiene la influencia de grandes obras escritas en la antigüedad: La Ilíada, La Odisea, La Eneida, Las mil y una noches o El sueño del aposento rojo.

Alguien que es un ferviente seguidor de los intersticios existentes entre el conocimiento científico y la literatura, es el escritor mexicano José Gordon, quien ha alcanzado una interesante proyección gracias a su obra narrativa, en la cual destacan Tocar lo invisible y El libro del destino, pero también por ser la cara visible de las cápsulas televisivas bautizadas como “Imaginantes”, así como del programa “La oveja eléctrica”, cuyo título tiene raíces en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que a su vez inspiró la realización de Blade Runner, filme del subgénero Cyberpunk, dirigido por Ridley Scott.

Gordon recuerda al estadounidense Roger Zelazny, quien escribió El maestro de los sueños. En esta obra, el autor aborda la posibilidad de que un especialista en psicoanálisis transmita directamente al cerebro de una paciente ciega, imágenes y pensamientos con el propósito de curarla. La mujer, además de sanar emocionalmente, adquiere el sentido de la vista, que le permite encontrar su reflejo en el agua. Al reconocerse también obtiene una identidad válida para sí misma. Gordon piensa que esta singular forma de comunicación podría representar el ‘psicoanálisis del futuro’, en el cual un cerebro es capaz de ‘tocar con delicadeza’ a otro.

Una idea similar se observa en El martillo de Dios, novela de tintes catastróficos escrita en 1993 por el estadounidense Arthur C. Clarke. En su interior hay un pasaje en el que algunas personas se plantean la posibilidad de conversar, mediante una interfase, con el cerebro humano, órgano que por otra parte tiene la facultad de guardar y revivir los recuerdos más preciados de los personajes, pero sobre todo de modificarlos a su gusto y conveniencia. La idea de definir la realidad a partir de la alteración consciente de los recuerdos remotos, es una imagen escalofriante que también podría significar la pérdida de la identidad personal y, en contrapartida, la creación de nuevas identidades con base en selecciones subjetivas de los individuos.

Queda claro que los caminos de la ciencia ficción son más numerosos de lo que podemos imaginar. Al explorarlos, podemos encontrarnos con Yo, robot, del ruso naturalizado estadunidense Isaac Asimov, que nos permite atisbar el salto que pretenden dar los científicos, creando máquinas capaces de pensar por sí mismas e incidir directamente en la vida social al tomar decisiones en los órdenes más diversos, desde el económico hasta el político y el militar.

Seguramente podríamos toparnos con Los niños del Brasil, novela en la que el estadounidense Ira Levin revive la siniestra figura de Josef Menguele, médico al servicio de la SS durante la Segunda Guerra Mundial, que huyó a Sudamérica tras el desplome del Tercer Reich y la capitulación de la Alemania nazi. En la novela, Menguele experimenta genéticamente con un grupo de niños con el fin de clonar a Adolfo Hitler y reiniciar la instauración de su bizarro régimen.

También nos podemos tropezar con la interesante propuesta del narrador estadounidense, Michael Crichton, que en Parque jurásico se zambulle igualmente en el campo de la ingeniería genética, para dar vida a especies extintas millones de años atrás. Las consecuencias de los experimentos son desastrosas.

Igualmente podríamos hallar Soy leyenda, del narrador estadounidense Richard Matheson y la destrucción que lleva a cabo del mito de Drácula, nacido de la inventiva de Bram Stoker en 1897. Esto sucede cuando el personaje principal, Robert Neville, descubre que los vampiros que se apoderaron del mundo en realidad eran víctimas de una bacteria desconocida, a la que bautiza como Vampiriis e intenta combatir con las escasas herramientas que posee.

Igual podemos toparnos con El marciano, escrita por el estadounidense Andy Weir. En dicha novela, este ingeniero e informático experto en software, lleva a cabo un replanteamiento de la historia de Robinson Crusoe, escrita por el inglés Daniel Defoe en el siglo XVII, al tiempo que hace un revaloración de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. La historia está aderezada con todo el conocimiento científico y los adelantos tecnológicos que implica un viaje a Marte, ubicado a 225 millones de kilómetros de la Tierra, y en el que encalla el protagonista, Mark Watney.

Por supuesto, también podemos dejarnos llevar por relatos como Historia de tu vida, del estadounidense Ted Chiang, quien nos hace recordar La guerra de los mundos pero con una tilde especial, relacionada con el auxilio del lenguaje matemático y de los semagramas como vía de comunicación entre seres humanos y heptápodos, necesarios para superar las barreras que los separan.

En resumidas cuentas, lejos de compartir la idea de que la ciencia ficción está a punto de morir frente al embate de otro tipo de ficciones, particularmente las de corte fantástico, la verdad es que se trata de un género pujante que merece el apoyo de las grandes editoriales. Como bien indican los escritores mexicanos Bernardo Fernández y Pepe Rojo, en el libro 25 minutos en el futuro, la nueva ciencia ficción se ha convertido en un género “desplegado por todo el mundo, y que ahora parece ser ubicuo”.

No sobra decir que en México las miradas respecto a la ciencia ficción se han ido expandiendo paulatinamente bajo el rayo de la imaginación de creadores como Gerardo Cornejo (La espera); Rodolfo Neri Vela (2035. Emergency Mission to Mars); Hugo Hiriart (La destrucción de todas las cosas); Alberto Chimal (Las historias); Efraím Blanco (La nave eterna); Mauricio Molina, (Tiempo lunar), Blanca Martínez (La soledad de los meiga); Julio O. Manzo (Eritroficción) y Roberto Abad (La orquesta primitiva), cuya labor en pro de la narrativa de ciencia ficción, además de tener un carácter definitivo, es lúdica, electrizante y altamente recomendable.

 

Gustavo de Paredes