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Sección Inicio Esquina cultural La logia de los mundos. La literatura y la ciencia ficción. Primera parte
  • Esquina cultural

La logia de los mundos. La literatura y la ciencia ficción. Primera parte

Gustavo de Paredes
  • Karina Galache
  • 8 agosto, 2018
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I.- EL HOMBRE CONTRA SÍ

Recordar en nuestros tiempos a Frankenstein, la novela primigenia de Mary Shelley, publicada en 1818, significa mirar, con ojos nuevos, a la primera historia de ciencia ficción que muchos de nosotros, cuando fuimos apenas unos niños, gozamos y sufrimos, pegados a sus páginas, con la piel erizada y el corazón en la boca, sin cuestionarnos demasiado de qué trataba en realidad.

Tiene mucha razón el escritor italiano Claudio Magris cuando asegura que la narrativa, al transitar del siglo XIX al XX, sufrió un quiebre severo. A diferencia de la contemporánea, la clásica conserva su unidad estilística y una correspondencia estructural. Esto es precisamente lo que sobresale en la obra de Mary Shelley: un respeto nítido, inamovible, por los cánones escriturales de su época.

En consecuencia, el valor del texto no reside en el tiempo narrativo ―lineal pese a los constantes desplazamientos del doctor Víctor Frankenstein y el monstruo que concibe―, sino en su propuesta: el estudio del impacto que la transformación científica y tecnológica tiene en la sociedad. Cambios propulsados de manera indirecta por los beneficios que el imperio británico obtenía del proceso colonizador de Australia, Nueva Zelandia, El Cabo sudafricano y otros territorios, y en el que la industria marítima, impulsada por la energía de vapor, tenía un  papel clave.

La obra se enraíza en las investigaciones del filósofo Erasmus Darwin, quien exploró cómo volver a la vida la materia muerta. También en las pesquisas de Luigi Galvani, interesado en generar reacciones en los cuerpos exánimes mediante descargas eléctricas, y los trabajos de los alquimistas y médicos Cornelius Agrippa, Teofrasto Paracelso y Alberto Magno. A esto se suman el mito griego de Prometeo, la dramaturgia de Shakespeare, Sueño de una noche de verano y La tempestad, y el poema de Milton, El paraíso perdido.

El ambiente que permea es producto del gótico medieval, aunque replanteado, pues la Universidad de Ingolstadt, en la cual Víctor Frankenstein desarrolla sus infaustos experimentos posee una atmósfera sombría e inestable, muy alejada del gótico original, caracterizado por sus espacios luminosos y señoriales.

En el texto seminal de Shelley observamos, por vez primera, la incidencia activa, ineludible, de la ciencia y la tecnología en el destino de los personajes. No es, por supuesto, lo único que encierra, pero es un rasgo muy importante, pues sin su participación sería otra clase de literatura, fantástica o maravillosa tal vez.

Como toda gran obra, Frankenstein puede analizarse desde varios puntos de vista. Podemos verla como una simple historia en la que un científico codicioso desafía las leyes naturales y divinas e insufla vida a un ser hecho de remiendos y al que casi de inmediato desprecia. Otra forma de escudriñarla es a través de los crudos dilemas que derivan de la mezcla entre el desarrollo de la ciencia y las apetencias humanas. Reacia al cambio, Shelley enfatiza la importancia de mantener la inocencia de la sociedad y proteger a la naturaleza, que considera amenazadas por el progreso. No obstante, una lectura aún más profunda de Frankenstein, nos permite encontrar el conflicto entre el bien y el mal, la ética y la libertad, el ostracismo y la búsqueda de la identidad. En palabras de la escritora Ethel Krauze, hay un dilema moral en que el hombre se enfrenta consigo mismo.

En efecto, el ser humano crea a un monstruo, un ser limítrofe, sin origen ni destino, y en él halla su propia imagen, hecha de pedacería y remendada de manera burda. La conclusión que extrae Shelley es atroz: el derrumbe del temerario doctor Víctor Frankenstein frente a su innominable engendro, representa el triunfo de la soberbia, la ambición y la imprudencia del alma humana sobre los polos contrarios. Es el terreno sobre el cual germina la narrativa de ciencia ficción. Una obra trascendente es El extraño caso del doctor Jekyll y Míster Hyde, publicada en 1886 por Robert Louis Stevenson. Al igual que hizo Shelley, el  connotado autor escocés se ocupó de analizar el duro destino que para amplias capas de la sociedad representó el desarrollo tecnológico y la mecanización, reflejados en la primera Revolución Industrial. Para Stevenson el progreso que suponían estos factores no desembocó en la mejoría del ser humano. Antes lo degradó al implantar una injusta estructura social en que los propietarios de los medios de producción se servían, sin un mínimo de sensibilidad, del proletariado.

Este planteamiento estaba unido a las tesis de filósofos como Jean Jaques Rousseau, autor del Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres, y los alemanes Karl Marx y Friedrich Engels, padres del comunismo moderno y del materialismo histórico, de quienes Stevenson fue contemporáneo. Tanto el francés como los germanos resaltaron la lucha de clases con nimios beneficios para los desfavorecidos. Otra interpretación de la novela es aquella que nos revela el dilema moral que, al modo de una cruenta guerra, libra en su interior el médico Henry Jekyll. Y es que, en su afán por disociar el bien del mal que moran en su alma, emprende una serie de experimentos que terminan por amplificar su lado más oscuro y violento al grado de que, para deshacerse de él, no encuentra otra opción que acabar con su propia vida.

Las páginas de esta historia contienen un argumento ontológico y, como en el caso de Frankenstein, fronterizo. Esto es así porque el personaje central se enfrenta con dureza a sus propias contradicciones, las cuales oscilan entre la sensación de superioridad y la de abandono. Al no ser capaz de resolverlas, sucumbe. Si Shelley y Stevenson se ocuparon de escudriñar la complejidad que anida en el espíritu humano, exacerbada por la ciencia, otros narradores se enfocaron en analizarlas desde otra óptica. Emergieron las distopías.

Como bien dice Kazuo Ishiguro, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura, uno de los valores agregados más importantes de la literatura radica en la posibilidad de recordar que una amplia porción de cuánto el ser humano ha creado proviene de la imaginación. Este es un atributo que florece con mayor vigor en los ambientes encrespados que en los serenos y para dar frutos requiere, cuando menos, de la curiosidad del individuo, sino es que de un hondo proceso de análisis y reflexión.

Para Mario Vargas Llosa la creación de mundos que corren de manera paralela al real, encierra la intención del escritor de subsanar equívocos, suplir las deficiencias y señalar los puntos débiles de las personas, con el objetivo de alcanzar mundos mejores. Si el hombre no tuviera un ánimo curioso, inquisitivo, subversivo incluso, hacia la propia existencia, seguiría habitando las cavernas, temiéndole al rayo, a los animales salvajes y a los eclipses, o quizás habría arribado con dificultades a un medioevo en el que estaría estancado creyendo que un dios malvado lo juzga con ojo inquisidor y lo sanciona con severidad cuando incumple sus expectativas.

La labor del escritor es analizar la existencia, interpretarla a través de la imaginación para transformarla. Por esto mismo encontramos una descodificación diametralmente distinta a la de Shelley y Stevenson en las obras de narradores como el francés Julio Verne y el británico H.G. Wells. Ambos se separaron del tono intimista que los creadores de Frankestein y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Imprimieron a sus letras, y se inclinaron por analizar, desde planos contrapuestos, los poderosos efectos de la ciencia y la tecnología en la sociedad de su época.

Continúa Segunda Parte…

Gustavo de Paredes

 

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