Cuando por un golpe de azar, hace miles de millones de años, una molécula llamada ADN aprendió a replicarse, el destino de la Tierra quedó marcado para siempre. La vida iniciaba. La historia de su nacimiento y lo que vendría después, lleva como nombre evolución. Desde ese momento cero, la vida fue haciéndose más vida, poco a poco conquistando todo. Paso a paso, salto a salto, de lo primario a lo complejo, esa molécula a la que le costó una infinitud de ensayos aprender a copiarse en forma eficiente, urdió la manera de sobrevivir ante cualquier ataque. Los organismos biológicos que se multiplican son su logro. No importaron las malas maneras, las luchas sin cuartel, las guerras sin decoro. Cada célula, cada virus o parásito en busca de su hospedero, defendieron ese milagro de la materia inerte. Y lo siguen y seguirán haciendo mientras haya luz en el planeta. El ADN y otras moléculas similares, día a día refinan sus estrategias para perpetuarse, viajando en vehículos microscópicos y macroscópicos. Invadieron el mar, la tierra, el aire, y hoy lo siguen haciendo.
Si alguien se aislara mentalmente de la enfermedad que actualmente vemos por doquier, si se fuera insensible a la muerte del prójimo, si las pérdidas humanas cercanas o lejanas fueran tan sólo una ilusión, veríamos la pandemia de la Covid-19 como un evento más de la naturaleza, una pequeña muestra de las fragorosas batallas que la definen. En tiempo real, como reality show, estamos viendo la lucha entre dos moléculas: una helicoidal y larga, otra circular y corta. Porque ese ácido ribonucleico (ARN) que se encuentra enrollado en el interior del núcleo del coronavirus que nos ataca, tiene el mismo mandato biológico que nuestro ADN que guardamos con celo. Sobrevivir. Nos declaró la guerra y mientras nosotros también lo hacemos (una vez que logremos desarrollar una vacuna), nos vamos por lo pronto a la retaguardia.
En la partida de ajedrez que estamos jugando, nos enrocamos para proteger al rey. Los peones semivivientes del virus que causa la Covid-19 están por todas partes, propagándose velozmente por el tablero del globo terrestre. Son diminutos e inteligentes. No inteligentes como nosotros, sino inteligentes en el sentido teleológico. “Saben” que la maquinaria celular que tenemos en cada una de nuestras células los replicará millones de veces. Por eso nos invaden. Y expertos en ajedrez como nosotros, escogen piezas que sacrificar: aquellos virus que lleguen a un ser humano de edad avanzada, probablemente perecerán con él. Pero los niños y jóvenes los perpetuarán. Haciéndolos toser para regar su prosapia. A toser es a lo que nos obliga este enemigo.
Es como el parásito Toxoplasma gondii, que cuando invade el cerebro de una rata le desactiva su aversión al olor que emana el gato, y entonces éste se la come, para infectarlo y preservar su linaje. Yuan Kun Lee afirma que los animales son las marionetas de los virus, debido a que nuestro comportamiento es dictado por ellos. Por dar sólo un ejemplo: Nikhil Dhurandhajesr y sus colegas reportan que el adenovirus-36 pudiera ser el causante del sobrepeso en los humanos. Esto sugiere que la obesidad es contagiosa. Lee se pregunta si la estrategia del adenovirus es justamente hacer que el individuo siga comiendo para asegurar su multiplicación.
Cuando en 2003 el proyecto del Genoma Humano llegó a su fin, aprendimos muchas cosas. Una de las importantes es que nuestro ADN está formado por un millón de genes. De éstos, aproximadamente 20,000, apenas 2% de la totalidad, los utilizamos para mantener viva la maquinaria de nuestro cuerpo. Cada día, la mayoría de éstas mueren y son reemplazadas por nuevas. Y son estos 20,000 genes los que ocupamos en la incesante producción de las biomoléculas que las componen. El resto, 98%, son genes que no sabemos muy bien para qué están ahí. Unos los llaman genes basura o ADN basura.
Tal parece que nuestro ADN es un cementerio. Los diminutos parásitos que nos invadieron en el pasado y que el sistema inmune venció una y otra vez, nos han dejado las cicatrices de sus genes dentro. Es hasta ridículo, pero cuando en cada una de las células del cuerpo se replica el ADN, se replica todo, Incluso los genes inservibles de nuestros invasores. No es altruismo, es la memoria de la batalla, los resabios de la guerra. Los virus seguirán invadiéndonos y el homo sapiens defendiéndose. Con un cementerio genético creciendo.
Si entre los seres humanos hay luchas campales, basta ver lo que sucede entre las potencias del mundo que aprovechan la pandemia para destruirse, los especuladores que en el río revuelto buscan la ganancia, o las desavenencias políticas e ideológicas de los grupos que disputan el poder, ¿qué podemos esperar de una conflagración mundial contra un ejército invasor que no es de nuestra especie? Es una pelea a muerte.
En su magistral libro El gen egoísta, Clinton Richard Dawkins arguye que los seres vivos no somos más que los celosos guardianes del gen. Llevamos haciendo tal tarea desde que la vida empezó. El Covid-19, dentro de su coraza de proteínas, que asusta con su corona temible, protege al suyo. Nosotros al nuestro. La teoría de la evolución nos dice que quien haga mejor la tarea saldrá avante. Y aquí estamos, buscando la estrategia para hacer lo imposible. No es fácil contener a un parásito que se adentra en nuestro organismo por el más pequeño intersticio para reproducirse a sus anchas. Como especie, hasta ahora hemos triunfado, como la historia nos lo dice si recordamos las grandes plagas del pasado. Sobrevivir, sobrevivir; ahora nos enrocamos, mañana atacaremos con la reina y los alfiles.
En 1350 Boccaccio escribió el Decameron, obra en la que diez amigos se aislaron y esperaron juntos, para contarse historias mientras la plaga en Florencia menguaba. Nosotros debemos ir a casa a trabajar, a leer y escribir; a escuchar a lo lejos el canto de las aves y ver desde la ventana las luces de las casas en silencio. Recluidos, para que ningún virus del ejército enemigo invada nuestro espacio vital.
¿Nos contamos un cuento, un ensayo, un pensamiento, para salir del solipsismo? No estamos cerca de Florencia, pero vivimos y cultivamos una nube.
2 comentarios
Hola, estimado Carlos.
Leí con atención tu escrito ‘Covid-19 contra Homo sapiens’, publicado en Avance y Perspectiva, y dado a conocer el 19 de marzo de 2020 y comparto contigo y con las y los lectores de nuestra revista mi punto de vista.
Pienso que la imagen de la evolución que presentas es muy decimonónica, a pesar de que citas el libro de Dawkins El gen egoísta, pues usas expresiones como ‘No importaron las malas maneras, las luchas sin cuartel, las guerras sin decoro.’
La idea de que los genes diseñan estrategias para reproducirse está muy superada en biología, pues la selección natural ocurre sobre los organismos que, sin duda, son portadores de genes.
El camino que lleva de un gen a un organismo es largo y complejo, como lo propuso Conrad H. Waddington (1976) hace décadas y como lo han puesto en evidencia colegas como R. C. Lewontin, Steven Rose y Leon J. Kamin (1996), por mencionar sólo algún ejemplo, por lo que afirmar que el comportamiento de los animales está dictado por los virus es un sinsentido; en primer lugar, porque los virus no ‘dictan’ cosa alguna y porque el comportamiento de cualquier animal es resultado de las complejas interacciones que establece con su ambiente, parte del cual son los virus.
No entiendo a qué te refieres por ‘sentido teleológico’ en relación a la inteligencia de los peones sobrevivientes del Covid-19. Teleología se refiere a la doctrina de las causas finales y, por lo menos en la biología moderna, no tiene aplicación. Como tu mismo dices, eso que llamamos ‘vida’ surgió en este planeta por azar y por azar evolucionó Homo sapiens, nuestra especie.
Parece que el uso de metáforas en la ciencia en general y, en particular, en la biología, parece ineludible, a pesar de que ha sido criticado, entre otras personas, por Mary Jane West-Eberhard (2003); en el caso de tu escrito, pienso que hay límites, especialmente en una publicación de divulgación como ‘Avance y Perspectiva. Habrá lectores que digan ‘Yo leí, en Avance y Perspectiva, de Cinvestav, que los virus son inteligentes, diseñan estrategias y nos ponen gambitos.’, lo que sería lamentable, desde mi punto de vista.
Saludos cordiales y un abrazo.
Fede Dickinson
Departamento de Ecología Humana
Cinvestav-Mérida
Correo-e: federico.dickinson@cinvestav.mx
Bibliografía.
Lewontin RC, Rose S, and Kamin LJ (1996) No está en los genes. Crítica del racismo biológico. Barcelona: Grijalbo Mondadori.
Waddington CH (1976) Las ideas básicas de la biología. In CH Waddington and otros (eds.): Hacia una biología teórica. Madrid: Alianza Editorial, pp. 17-54.
West-Eberhard MJ (2003) Developmental Plasticity and Evolution. New York: Oxford University Press.
Gracias Federico, por leer mi texto.
Respondo a tu último párrafo:
La bondad de tener una revista digital es que lectores críticos como tú hagan comentarios en línea que enriquezcan el debate de ideas. El lector tendrá la última palabra. Nadie tiene la verdad de nada, si la tuviera estaría negando la complejidad del tema. Te invito a preparar un texto para la revista y extender tus observaciones. Creo que se abriría otra ventana para ver mejor el paisaje afuera. Imagina una colección de ensayos post coronavirus. Hasta podríamos editar un libro.
¿Un Decameron?
Si el ADN tiene un alto porcentaje de contenido que no sabemos para qué es, estoy convencido que nuestra psique está determinada por las mezclas genéticas del pasado. No hay moral en la malaria, el sarampión, la viruela. Sólo es biología. La sociología quisiera superar el darwinismo, porque como especie hemos llegado al altruismo y la cooperación. Yo pienso, y eso daría para otro ensayo, que tanto uno como el otro, son egoístas. Un egoísmo colectivo. Porque si no cooperamos y no somos
altruistas, estaríamos indefensos ante una epidemia como la de ahora. Así que juntemos nuestros genes egoístas para salir bien librados.
Saludos y ojalá puedas enviar tu ensayo
Carlos Ruiz
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